domingo, 25 de febrero de 2024

174.- El retén nocturno de vigilancia de la PM.


Todas las noches, a partir del toque de silencio en el cuartel, salía un grupo formado por dos soldados y un cabo rojo, comandados por el cabo primera. La labor de la policía militar consistía en recorrer las principales calles y lugares donde se concentraba la gente los fines de semana, como son paseos, cines, teatros, salas de baile, discotecas, verbenas y, por supuesto, hospitales, farmacias de guardia, bancos y escaparates de las tiendas del centro de la capital. Aparte de la orla blanca con las dos iniciales que debía cada uno del grupo llevar prendido en el brazo, además del casco, las trinchas, cinturón con las correspondientes cartucheras, guantes blancos y el chopo, yo tenía que llevar colgado del cinturón una pistola semiautomática mejorada, la 19 mm. Parabellum de origen alemán usada en la Pimera Guerra Mundial.

Ya narré cuando estaba estudiando el segundo curso en la Normal de Oviedo y se había prohibido, juntarse más de dos estudiantes a partir de una hora señalada. En ese curso, mis clases las tenía de 3 h. a 9h. pm. y los universitarios se manifestaron por las calles y al subir para la Normal, en la calle Asturias, vi correr hacía mí un grupo de estudiantes perseguidos por los “Grises” que les lanzaban botes de humo y blandían sus porras. Tentación tuve de meterme en un portal, pero el sexto sentido me previno y corrí delante de todos hasta virar a la calle Cervantes. Aquel día, estaba en la clase de lenguaje cuando entró a la carrera un chaval al que nadie conocía, ocupó un asiento vacío y atendió a las explicaciones. Un par de minutos después dos policías abrieron la puerta y, sin rebasar el dintel, echaron un vistazo a toda la sala y al no reconocer al perseguido, salieron. Don Jesús Neira Martínez, de visión muy limitada, nunca sabré si reconoció o no al nuevo alumno, pero el hecho es que nos explicó el escudo que mantenían las Universidades para quien en ellas se acogiese de la persecución policial o militar.

Era domingo y tuve que presentarme en el cuartel a media mañana ante el capitán de guardia. Yo había entendido que allí me darían el armamento, pero no sabía que tenía que haberlo solicitado el día anterior, de sábado.

Menos mal que un amigo y compañero del campamento estaba de asistente en las oficinas de Mayorías. Me proporcionó una pero me dijo que no había encontrado una funda para ella. La conseguiré en el mismo puesto de guardia, pensé, por lo que la metí en el pequeño y escaso bolsillo derecho del pantalón de “bonito” y la tapé con el pañuelo para evitar que se cayese al suelo.

Cuando me presenté al Capitán de Guardia y me preguntó por el arma. Yo se la mostré con la misma naturalidad con la que de críos guardábamos un puñado de canicas o castañas asadas que llevábamos para el recreo en la escuela primaria.

Me pareció ver en su cara una mezcla de autoridad y nostalgia de su niñez pasada y me aturdió con un amigable consejo:

– Cabo Primera: entrégueme su arma y, si lo precisa ante cualquier altercado, apunte así.

Dijo mientras extendiendo el pulgar y el índice, alargó el brazo, cerró el ojo izquierdo, mientras con la boca chascó un ruido. Tal como de niños hacíamos “batallitas” entre vaqueros y bandidos, guardias y emboscados o indios y ejército, en el Campillín de Gregorio y Logia.

La noche fue tranquila. Entramos en algunos bares donde solían invitarles a tomar algún bocata, según habían comentado mis veteranos subalternos y otros caprichos culinarios, como el de la heladería en el enlace de la calle Uría con la calle Fruela que tenía a pie de calle unas mamparas que daban servicio mañana, tarde y noche.

En este mismo apunte, incluiré otro episodio muy curioso ocurrido en el cuartel.

El caso es que con el rango militar de teniente coronel había un personaje, pariente de la Carmen Polo.

Se decía, que en el bar de los oficiales, tenía una deuda que pasaba de las cien mil pesetas rubias de entonces y que no tenía traza alguna de pagarla. Disponía para su uso un jeep militar descapotable y un soldado como conductor y mecánico, que lo mismo le limpiaba las botas o le seguía a todos los bochinches donde, por las estrellas de cinco puntas que lucía, no les faltaban ni cerveza ni bocado con que llenarle su bien hinchado vientre.

En más de una ocasión de regreso, el hujier le desnudaba y arropaba, pero también podían ocurrir otras cosas como la que voy a narrar tal como la escuché contar a otros compañeros veteranos que había ocurrido hace unos meses.

Una mañana al levantarse ya limpio del alcohol echó en falta al conductor y al preguntar por él, otro soldado le dijo:

– ¡Mi teniente, usted lo envió al calabozo esta madrugada! ¿No lo recuerda?

– ¡Vaya a por él de inmediato!

Y con las mismas, al tenerlo a su lado le dijo en confianza que se apurara, pues iban a salir. Como si nada grave hubiese ocurrido. Estaba claro que su carácter afable cambiaba en cuanto sobrepasaba un determinado grado de los vapores etílicos.

Tenía que formar una escuadra de recibimiento con traje de gala militar, sable incluido a la “Generalísima” en el aeropuerto de la Morgal. 
Coincidió que una espesa niebla retrasó la llegada del avión y no se le ocurrió otra cosa que irse a un bar a tomar las once con toda la tropa que le acompañaba. Pero las pistas quedaron de pronto despejadas y al tomar tierra el avión, a la gran dama no se le aplicó el extraordinario protocolo. 
Motivo por el cual, fue degradado para siempre a Coronel.

sábado, 13 de enero de 2024

173.- Relevo de guardia en el Centro Reclutamiento de Pumarín.

 

Esta actividad sería la segunda de las sucesivas prácticas militares en el tercer período de las milicias universitarias y que daré cuenta al lector en sucesivos capítulos.

Tras dotar al pelotón en la armería de los respectivos mosquetones y rellenarnos las cartucheras de munición, el teniente nos formó y me mandó salir en formación que debí mantener durante todo el trayecto por las calles. La normativa permitía que usáramos la derecha de la vía pata dejar libre la acera con lo que el pelotón en su conjunto se convertía en un vehículo más. Desde el lado izquierdo del pelotón con el brazo izquierdo hacía las señales a los vehículos de adelantar o esperar.

Conocía el destino por haber estado allí cuando fui reclutado en el primer destino a Lérida. Llegado al pabellón donde pasaríamos las siguientes veinticuatro horas, se hizo el relevo y el cabo primera saliente me indicó los puntos clave de seguridad a los que enviar la vigilancia: dos soldados en la garita como las que tenía el ferrocarril con una barrera para vehículos y un paso peatonal; un tercer soldado donde el “mastín blanco” que guardaba el deteriorado muro de ladrillo por el que se podría acceder al recinto y un cuarto soldado en otro puesto más alejado donde había un “búnquer” o fortín del acuartelamiento y oficinas militares de Pumarín.

Me indicó que debería tener bien vigilada la entrada y salida de vehículos privados y evitar cualquier roce con los que pertenecían al destacamento militar.

Las normas restantes de cómo llevar a cabo el reparto de las guardias las traía bien aprendidas. Para dormir y aseos teníamos una edificación con literas, pero al jefe del pelotón le reservaban un cuarto más privado con una mesa donde poder guardar la documentación que debía entregar en el cuartel al día siguiente. Después de acompañar a un cabo y dos soldado a la entrada, situé otros dos de la misma escuadra para vigilar el polvorín y el punto donde estaba el perro. Este infeliz, a pesar de su tamaño y roncos ladridos, debía de estar tan acostumbrado a ver la tropa que cuando se le llevaba los restos que había en la cocina, movía en agradecimiento su moteada cola o nos embadurnaba de baba.

Me dediqué a cubrir el estadillo de guardias teniendo en cuenta los horarios y relevos de comida, cena y descansos. Eran tan solo dos cabos y ocho soldados, pero ofrecía su dificultad. Después de acabar, tomé un libro que había comprado en la librería “Cervantes” y me enfrasqué en su lectura de tal forma que el tiempo no me pasara lento.

Veía salir del acuartelamiento parejo al nuestro, soldados y mandos de una sección de “Regulares” entre los que estaba un amigo y pariente mío. Vestían un equipo que se diferenciaba por el color del caqui nuestro y calaban la gorra con cierta chulería, muy parecida a los legionarios, al menos en la dureza en la instrucción, como tendremos ocasión de comentar y comparar en dos momentos del presente blog.

Lo que me pareció raro fue que saliesen, aunque de domingo, ataviados con un mono azul marino como si fueran obreros de la construcción, fontaneros o ferroviarios.

Cuando se acercaba el momento del primer relevo, en el recinto donde yo esperaba encontrarles no había un alma y caminé hasta la garita. Imaginé que allí estarían echando el tiempo o se hubiesen escaqueado hasta el centro del barrio Pumarín para tomarse algo o jugar a las máquinas tragaperras en alguno de los establecimientos. Me preguntaba si el atavío de currante era el que usaban los veteranos adscritos a los distintos talleres, pero tampoco me convencía ya que estaban libres de las guardias.

Para lo que había aprendido en las clases teóricas, mi obligación era sancionarles o pasar la responsabilidad a los dos cabos como me había dicho el capitán. El cabo de guardia me confirmó mi suposición. Me aseguró que ya estarían de vuelta para el relevo y que al ser domingo los oficiales del cuartelillo también estaban libres. Sí era de más cuidado la visita de la Policía Militar de retén por toda la ciudad, especialmente en cines, bares y otros lugares de jolgorio.

Así en duermevela, pasé toda la noche, ojo avizor para evitar que se repitiese la faena en los siguientes turnos de guardia y pasé vigilancia por los tres puntos. Al mastín le regalé la mitad del bocadillo de carne que nos habían traído de la cocina del cuartel, pues yo había comprado otros dos de chorizo y jamón en un bar que había cercano al sanatorio de la Cadellada. Recuerdo que fuera tenía una terraza y practiqué por primera vez en el juego de la rana que en algún establecimiento de Llanes ya había visto. Quizás en la zona de atrás de la caferería “Pinín” donde también había futbolín y se recargaban las botellas de soda para la barra del bar, o junto a la bolera del bar Jesús “Palacios”.

Llegada la mañana, pasé revista por si me faltaba alguno y llevé a cabo el primer relevo. La plaza delante del edificio de Mayorías del cuartelillo estaba a rebosar de coches oficiales. En una de las oficinas estaba destinado el hijo de José Remis Ovalle, natural de Margolles y avecindado en Tornín.

Serían aproximadamente las diez de la mañana, cuando veo al volante de un gran Seat a una famosa vecina de Porrúa. Me preocupé por la fama que tenía la conductora de haber sacado el carnet de conducir después de numerosas pruebas. Era una mujer fuerte y grande dedicada a la ganadería y en el Seat 600 que Luisito Noriega, nieto de D. Bernardino de Parres, usaba para la Autoescuela tuvo que cederle todo el espacio delantero para la alumna y él manejaba el control sentado atrás. No sé ya el número de clases que dio ni del número de exámenes que llevó a cabo. Pero su primer auto tenía atrás un espacio denominado "ranchera" tan amplio en el que bajaba desde la Tornería los jatos hasta el pueblo o cargaba pacas de hierba desde el Almacén de Pepe junto a la Torre defensiva de Llanes. 

Traía a un tío suyo a cobrar la paga mensual que como mutilado de guerra recibía. Lo vi cuando se bajó del coche que cojeaba apoyado en un bastón y vestía un traje militar con galones en la chaqueta y gorra.

La saludé y me contestó mostrando también sorpresa de encontrarnos allí.

– Parresanu, qué sorpresa. Esti últimu vienres encontréme a los tos pas en Posada que llevaben un xatín a la feria.  Me contaron que tabas jaciendo la mili en Oviedo, pero non esperaba verte per aquí.

Me despedí de mi paisana y saludé militarmente a su tío por como iba uniformado como era mi obligación, lo mismo que saludaría a otra persona que fuese de paisano.

domingo, 17 de diciembre de 2023

172.- Primera responsabilidad cuartelaria cumplida

La segunda semana debí tomar el mando dejado a medias en la anterior y la viví con intensidad en la que se dieron situaciones muy complicadas para cualquier novato en el laberinto cuartelario, pero no muy distante de lo percibido en los dos campamentos anteriores.

El tiempo y el espacio se curvan de modo que nos hacen percibir la vida como quien sube a una montaña para lo cual se nos ofrecen variadas rutas de las que algunas alargan y otras acortan nuestro objetivo. Es así como nos influye en la memoria personal que choca con la de otros, pues está comprobado que el efecto de la emoción personal va unida a los sentidos de la vista, olfato, gusto, oído y tacto. Creo que se puede aplicar esta premisa: “Los recuerdos son los que dan el orden temporal a los sucesos vividos”. Desde que acepto esta premisa, dejé de incomodarme si mi narración no coincide con la de los demás tertulianos, lo que no quiere decir que siempre “dé mi brazo a torcer”.

Sopeso sus aportaciones y de parecerme buenas las integro como complemento a mis recuerdos. Comparto con ellos la premisa por si les sirve, sin voces ni alteraciones, pero si alguno se obceca en echar por los suelos la mía, “cierro cremallera”, sonrío levemente y escucho. No falla: alguien, más reflexivo, la entiende.


Al final de la mañana, debo entregar el estadillo al teniente “Jula-jula”, cuyo nombre no recuerdo, pero sí lo que me pasó con él en su oficina en la recepción del cuartel.

En la lista del personal cuadraba a la perfección todos los componentes de mi compañía, pero lo que no le satisfizo fue que hubiera estampado mi firma en la parte baja, sin dejarle espacio para su firma y me gritó exasperado:

¡Cómo ez que no ha dejao espacio para la firma de su superior!

Disculpe, mi teniente –dije – lo tendré en cuenta para mañana.

¿Usté qué ez en la vida civil! Dígame.

Soy maestro, mi teniente.

¿Maeztro de qué?

De qué va a ser, mi teniente, maestro de escuela.

Así como cuento, conseguí que nunca jamás me molestara e incluso noté en él cierto entendimiento, pues ante una duda, le pedía consejo. El mote le venía dado por los veteranos del cuartel por su hoy muy respetado acento granadino.

Recuerdo hasta el sueldo del teniente, después de tantos años como militar. Quince mil pesetas rubias, tres mil más que las que aquel mismo curso comenzaría a recibir yo como profesor de EGB.


De sábado, se presentó a mi uno de los soldados que estaban diseminados por los distintos talleres. En concreto era el maestro zapatero con la pretensión de que le firmara un pase para mostrar a la salida. El motivo era el entierro de su abuela. Como es lógico, se lo extendí y le advertí que se presentase ante mí antes de dar las novedades a mi capitán.

No se preocupe, mi primera. Aquí estaré.

Llegado el lunes, a la hora de comenzar las actividades militares, fui al despachó del capitán Clemente y le conté el caso.

Veo que has aprendido la normativa, lo cual me alegra en sumo. Cumplió usted con su deber e hizo lo establecido; queda para mi cargo el resto. Este elemento, según figura en mi poder, es la quinta abuela que entierra.

Habían pasado los tres toques de diana sin aparecer, con lo que se le podía dar como prófugo. Cuando llegó, lo mandaron directamente al calabozo después de raparle el pelo al cero.

lunes, 11 de diciembre de 2023

171.-- Tercer período de milicias en el Regimiento “El Milán” de Oviedo

 

El horario era desde las nueve de la mañana que comenzaba el día estrictamente militar hasta las dos de la tarde, salvo que surgiera alguna contingencia.

Al dar mis datos al oficial de guardia en la entrada, consultó la lista y estaba asignado a la 3ª Compañía, al mando del capitán Clemente.

Una vez en el pabellón el furriel me indicó el lugar del cuarto de los cabos primera donde podía dejar mi petate.

Allí estaban ya instalados los dos compañeros del campamento: Oviedo y Manuel A. Miguel Amieva más otro natural de Ribadesella, de nombre José Manuel, y el hijo del brigada encargado de suministros en el cuartel.

Justo a la entrada, estaba la capitanía de la que salía en el momento de mi entrada José Luis Junco hijo de Luis Junco, de El Peral, en el concejo de Ribadedeva. Su familia desciende de una de las familias Junco de mi aldea que marchó como administradora de la casería en las Bajuras de Pimiango. Manuel, uno de los tíos de José Luis era de la misma quinta de mi padre y pasó a estar a cargo del palacio de Pimiango, en el que su dueño, de apellido Colombres, había creado un taller de zapateros para ayudar a las familias de Pimiango que habían abandonado el puerto de mar en la orilla izquierda del río Deva, a causa de una fuerte marea en la que fallecieron todos los marineros. El benefactor hizo venir desde el condado de Noreña al personal que enseñase del oficio, así como las pieles encurtidas en aquel municipio y con los oficiales llegó a Pimiango la jerga “Mansolea” que quiere decir “el hombre de la suela”; una forma de encriptar entre los maestros zapateros la forma de trabajar la piel: algo muy parecido a la “Xíriga” usada por los “Tamargos” las tejas- A unos dos kilómetros existió una “Tamarga”.

Luis Junco, se hizo con la patente de las corbatas variando el proceso de elaboración del producto que posteriormente pasó a estar fuera del casco urbano de Unquera en otra edificación que es el paso obligado actual de la A8.

En principio Luis Junco había comprado un bar a la margen izquierda de la N-624 donde hacían parada los camioneros, pues siempre se dijo que estos profesionales de la carretera solían elegir los mejores sitios para reponer sus energías. Tenía también una bolera donde se llegaron a celebrar importantes competiciones del “bolo Palma” variedad de bolo más usada en la vertiente oriental de Asturias.

Como el negocio le iba bien, construyó un bloque en el otro lado de carretera con bar, restaurante y hotel donde los camioneros disponían de abundante aparcamiento, en el que trabajaron Marisa, José Luis y Francisco de forma continua a cargo del personal; a su hija primogénita le dejó el primitivo establecimiento al otro lado de la N-64. Desgraciadamente, mi amigo falleció en 2016; aficionado al ciclismo había patrocinado el equipo local de Colombres. En la actualidad “Casa Junco el Peral”cerró sus puertas tras los cambios estructurales viales y se abrió otro donde se dispone de aparcamiento, gasolinera y restaurante de la marca “Junco” que va tomando gran fama.


José Luis había obtenido el galón de cabo primera, por la mili normal. Nos saludamos y me contó que acababa de recoger la “blanca” que así se llamaba la cartilla de licencia que era un documento que con una periodicidad de un año y de dos años en los siguientes hasta pasados los cinco, había obligación de presentarla en el cuartel de la guardia civil más próximo. Le mandé saludos para su padre y hermanos.


Cuando llegó el capitán a hacerse cargo de la compañía, el teniente, Faes Pomarada, nos formó en la explanada. Yo estaba al frente del primer pelotón de la cuarta y Amieva al frente de otro de la tercera compañía, pero a dos pasos de mí. El teniente hablaba con los soldados de ambos pelotones que lo conocían y reían de lo que decía, y a los dos nos dio por reír también sus ocurrencias.

El teniente que nos vio reír, nos preguntó cual era en motivo de nuestro jolgorio; y que a la salida pasásemos por su oficina. Me llegé a preocupar por el mal inicio en el cuartel.


Al salir, llamamos a su despacho y lo primero que nos preguntó fue que de dónde éramos.

–De Llanes, mi teniente, le dijimos los dos a coro, firmes con la gorra en ristre como mandaba el protocolo.

– Yo soy de Villamayor. Allí tuve la casa paterna.

– Ah, mi teniente – le dije – precisamente un camión se estrelló contra ella y echó abajo una esquina del corredor.

Gracias a esta conversación, la relación con el teniente fue llevadera.


En el período de la instrucción paseábamos los pelotones por una de las calles asfaltadas junto al primer pabellón más cercano a la entrada. Hoy, el cuartel, aloja a los estudiantes universitarios, en el que se graduó mi hija recientemente.

Después nos reunía el teniente y sentados en el suelo había quienes prendían el cigarrillo mientras que los demás saboreábamos el tentempié de las diez.


Uno de los soldados que estaba al tanto de avisarle si llegaba el capitán, lo hizo sin ningún sigilo.

– El capitán no es el enemigo – dijo el capitán Clemente con cierto aire de pesadumbre y decepción.


La primera semana, por mera casualidad pensé yo, me correspondió a partir del lunes comandar toda la compañía desde el final de la actividad militar sobre la una y medie de la tarde las nueve del día siguiente en el que yo le debía entregar el denominado estadillo del personal, en el cual figuraba todo el personal de la compañía. Confieso que me perdía con los que estaban ausentes: unos que estaban de guardia en Rubín, otros que tenían algún permiso especial, de baja en enfermería, el ayudante en la armería, otros en la cocina, uno en zapatería, otro en el taller de los vehículos y un largo etcétera.


A media semana, un miércoles, me llama a su despacho y me dice que me va a sustituir por el cabo primera, el hijo del brigada que estaba a cargo del suministro del acuartelamiento.

– La próxima semana, le volverá a corresponder a usted y si tiene alguna duda, no deje de acudir a mi despacho.


Me debo poner las pilas, dije para mí. No vaya a ser que corra el riesgo de acabar haciendo la mili normal en otro cuartel los meses que me faltan.


De sábado, el cabo primera me entrega el estadillo con los soldados que me deja a cargo.

De domingo, se hacía la Revista de Comisario, antes de la misa a la que había que presentarse toda la compañía, salvo los que estuviesen por alguna razón con permiso o destinos dentro o fuera del cuartel. El personal total de la compañía sobrepasaba el centenar, pero en la compañía sólo encontré once soldados y un cabo primera que se agenció de una gorra y el resto de la vestimenta de soldado. Entré con ellos en la revista de Comisario a paso ligero con la mano en el cinturón. Las demás compañías ya estaban en descanso esperándonos, con todo el personal que debía estar.

Recuerdo la guasa de mi amigo Amieva que dijo: “Parece la banda de Pancho Villa”-


Les mandé firme y saludé a los oficiales con todo el rigor militar que había aprendido en los dos veranos precedentes.

En un estrado alto se juntaron, el comandante más temido por los oficiales y el teniente de guardia que también era tal cual, de cuyos nombres perdí memoria.

Este último me preguntó por la escasez del personal de mi compañía y le di las novedades de los distintos destinos del personal, todos los que me vinieron a la cabeza.

Me mandó que ordenara descanso a mi “banda” y me retiré a mi puesto. Con las mismas, él mandó de nuevo firmes y dio la novedad al Comandante de que el batallón quedaba a sus órdenes.


Cumplido todo el protocolo, el comandante bajó a revisar todo el personal, tanto en la vestimenta como en la limpieza del calzado, trinchas, cinturón, botones y pelo.

Al cabo primero que no tenía por qué haber estado allí lo mandó a cortar el pelo.

A unos pasos de nuestro batallón estaba una compañía de la Guardia Civil, al mando del teniente Hierro, segundo hijo del capitán Hierro en el nuevo cuartel de la Benemérita de Llanes, anterior a la última reforma. Como curiosidad contaré que sus padres se casaron el mismo día que los míos y su primer hijo era de mi edad.

Ver la entrada a mi trabajo sobre el Mansolea y su relación con la Xíriga que es el habla de los tejeros del concejo de Llanes.

miércoles, 6 de diciembre de 2023

22.- Soñando viajes

El sol tras los cristales del ventanal de mi cuarto arrastraba consigo los últimos retales del sueño que yo intentaba retener. Había quedado solo en la casa, pues padre ya se había marchado al trabajo en la fábrica y madre había ido a llevar las vacas a la finca de las Llastrucas.
Mi habitación era la que mejor orientada estaba, de toda la casa. La ventana de la otra habitación, la de mis padres, estaba orientada al norte y mirando por la ventana, la vista se estrellaba en las encinas del Cuetu Mirador.
Desde la mía, al este, veía la Rectoral y el campanario de la Iglesia. A la misma distancia, pero orientado al sudeste, la vieja casa de Doña Lola, en medio de su huerta tarazana que conservaba el señorío en sus grandes ventanales de cinceladas esquinas y cornisas. Unos metros más lejos, veía el tejado del Palacio de Gregorio, caserón antiguo que conservaba aún las viejas maderas de castaño de los aleros con esa pátina que dan los muchos años que tenía de existencia. A una distancia que no podía apreciar, veía la sierra plana de Purón y Sanroque y, acariciando el cielo, las estribaciones del Cuera.
El limonero plantado junto a la pared, había crecido con rapidez y sus ramas, con los fuertes vientos asurados, arañaban la cal. Había ido con mi padre a buscarlo a la casa de mis tíos, Duardo y Loles, que lo habían encaponado del que tenían junto a la cuadra, en el Jogu Cubil.
Tras la madera veteada de pequeños depósitos de resina en las contraventanas, pasaba un rayo de sol que se reflejaba en la pared del fondo. Me entretenía observando las motas blanquecinas de polvo que volaban cuando movía el cobertor. Las moscas, cual aviones de exploración, revoloteaban el espacio aéreo de mi habitación yendo alguna a aterrizar confiadamente sobre mi brazo. Muchas mañanas, escuchaba, desde la lejanía allegarse el sonido del motor de una avioneta. A pesar de los consejos que mi madre me daba para curar la tos, me tiraba de la cama y calzaba a medio pie las zapatillas para asomarme desde la galería y poder ver los aviones. Avioneta y planeador atados por un cable totalmente visible, surcaban el cielo por encima de la casa. Después de un tiempo, volvía a oírse el motor de la avioneta, de vacío, en dirección a la Cuesta el Cristo de Cue. Buscaba en el cielo el planeador, sin ruido, de fuselaje más estilizado, que hacía giros y se dejaba llevar por las térmicas como una gaviota hasta su punto de partida, que era el de su destino también. Me hubiera hecho ilusión volar en una de esas avionetas, como les había aconsejado en una ocasión a mis padres D. Antonio Celorio, nuestro médico de familia, para curarme los bronquios.
La tos se me había acentuado con el fresco de la mañana que entraba por los cristales rotos de la galería. Escuché los tazos de las madreñas de mi madre que se acercaba por la conchuca. Volví a la cama y me tapé con la manta para disimular y no contesté a las primeras llamadas que me hacía desde la portilla del huerto. Siempre encontraba algún detalle de mis incursiones fuera del lecho y yo confesaba con una sonrisa mientras dejaba de hacerme el dormido. Me recomponía la cama y removía la lana del colchón para rellenar los hoyos por donde sentía los muelles del somier. Me daba el desayuno y después me pasaba la mañana leyendo del libro que ellos leían en las noches y del que yo me había perdido el final.
En casa no teníamos libros como hoy se tienen. Mi madre se abastecía de ellos en casa de Teresa Junco, la del Curru, que ponía a nuestro alcance su abundante fondo bibliotecario. El primer paso con un libro que llegaba consistía en vestirle con el papel de estraza traído del Chispún en alguna compra. Lo poníamos en el armario de la sala, junto a la palmatoria con la que se leía, la mayoría de las noches, por avería o tormenta. Así llegaron a mis manos obras como “El Conde de Montecristo”, “Los Tres Mosqueteros” de Alexandre Dumas o las hazañas y andanzas de José María “El Tempranillo”, posiblemente, en una traducción de la obra original de Prosper Merimée.
Los primeros libros que me afianzarían en la lectura, aparte de los que en la escuela solíamos leer los viernes por la tarde, como "Viaje por España", El Quijote y otros más de obligada lectura fueron los de Marcial Lafuente Estefanía. Sus cortos diálogos y las descripciones de aquellos inhóspitos parajes del Wester americano hacían que me gustasen. Los argumentos siempre eran los mismos y básicamente consistía en el regreso al pueblo de un vaquero desconocido, que venía a librar a sus gentes del que les atenazaba y por medio siempre había una chica que solía ser cuando poco la sobrina del tirano. Lo que no sabía entonces es que el autor se pudría en una cárcel y escribía sus novelas como podía en los papeles que encontraba. Nadie conocía el verdadero sentir de estas narraciones que decían “literatura barata”.

Comenzaba a sonar el nombre de una escritora de Gijón: Corín Tellado. Por agosto del año 1958, para ser exacto, vino a casa de mis primas, Bego y Tere que también vivían en Gijón, una sobrina suya de nombre Corín. Se había vestido de aldeana lo mismo que mis primas para la Guadalupe. Iniciada la romería, Juan Armando y yo fuimos a sacar a Olga, la hermana de mi amigo y Corín que hacían pareja. Era así la costumbre. Creo que mi primer baile fue un pasodoble tocado por los Panchinos desde la Terraza de la Escuela de la Pereda. Algunas parejas bailaban en el camino, debajo de los castaños. Cogidos por el hombro nos acercamos a ellas, con idéntica idea de bailar con Corín. Cuando ellas se soltaron, tuve la picardía de adelantarme y los dos hermanos acabaron bailando juntos. En la siguiente pieza, cambiamos de pareja. Cerca de nosotros, bailaban sus padres, Juan y Vicentina, que se reían de mi maniobra y de los torpes pasos de baile que debía de dar. Nosotros, en cambio, fijándonos en los suyos, los intentábamos imitar.

Mis padres solían leer algunas noches, ya en su habitación, turnándose y yo seguía atento, desde la mía contigua, al argumento de la novela, hasta quedarme dormido. Estoy seguro que de esa forma nació en mi el gusto por la lectura. Los tebeos me llegaron con bastante posteridad y, como todas las modernidades, causaban recelo para los que se empeñaban en que fuésemos, el día de mañana, personas de provecho.
En el Capitán Trueno, protagonista que le da nombre al tebeo y acompañado de Crispín y Goliath, prestaba ayuda a la sin par y lucida Sigrid, reina de Thule, quien nos hacía soñar por jardines aún desconocidos. TBO, Tío Vivo, DDT, Jaimito, Superpulgarcito, cuánto nos alegraron en nuestra gris infancia. En Hazañas Bélicas los buenos siempre eran los aliados, frente a los alemanes, más torpes en la acción que, sin embargo, si el enfrentamiento era entre ellos y los rusos, resultaban buenísimos y listos. Qué inocencia la nuestra que no veíamos el fondo de las cosas. Llegarían otros protagonistas del cómic como Jabato, Tintín, Supermán, una lista interminable de lecturas que pondrían color a nuestras propias viñetas.

1.- El Chispún

 Solía mandarme madre con encargos al “Chispún”. Aunque repetía mentalmente por el camino la lista de la compra, no era raro que, al llegar a casa, me preguntase por el pimentón al ver en cambio los pequeños envueltos del azafrán que ella no me había encargado. Volvía a recorrer el trayecto hasta la tienda, a por el pimiento, pero gustoso porque Isabel siempre tenía alguna galleta o caramelo para mí. Yo solía pedirle a mi madre caramelos recordándole que Isabel solía regalar caramelos a los niños cuando iban a comprar y no me entraba en la cabeza que no pudiera disponer de ellos al menos algún día que otro. Envueltos en papel de color, parecían salirse de aquellos tarros redondos de cristal con tapa de aluminio sobre el mostrador de la tienda. De Isabel recuerdo siempre el buen humor que para todos tenía.
Parece que la veo abrir las latas del pimentón y sacar de ellas con una paleta el rojizo polvo que echaba en un papel de estraza puesto dentro del plato de la báscula. Después de pesado lo envolvía con la misma delicadeza que un regalo y con tal arte que no se me saliese nada por el camino hasta casa. Anotaba en un cuaderno acotado por nombres de clientes, las respectivas deudas y las fechas y persona que las había originado y aguardaba hasta que nos llegase el dinero para poder pagarle en parte o en su totalidad y sin ningún interés por demora, así era de buena Isabel.
¡Cuántos viejos colmados como el Chispún aún guardarán viejos recuerdos en sus altos anaqueles, respetando un orden y estilo como si obedeciesen a una norma establecida de diseño y disposición en el local! En cajones con la tapa algo inclinada, pienso yo por impedir que persona o animal se subiese a ellas, guardaba las harinas y las legumbres que debíamos escoger en casa antes de echarlas a remojo si queríamos conservar los dientes. En la era, donde se habían puesto a secar al sol, se trillaban con gradias de madera con incrustaciondes de sílex, por lo que no era nada raro encontrarlas.
Eran los tiempos de la posguerra, del hambre y la necesidad y a nada se le hacía ascos.
Recuerdo un tiempo que duró hasta que se acabó el saco de arroz abierto que, al escogerlo sobre el mantel de hule de la mesa, para echar para la cena, encontrábamos piedras de mechero. Padre las guardó en un diminuto sobre de papel rojo encerado en la caja metálica donde tenía la mecha, el algodón, un frasco con gotero para añadir la gasolina al mechero y otros objetos que en conjunto era para mí como un auténtico tesoro.
El colmado
Colgados de tornos de madera y clavos de herrero de los pontones, se exponía al público, toda suerte de cacharros: calderos, lecheras, potas, sartenes, embudos, coladeres, y piñeras para la harina del maíz. También había calzado: katiuscas, corizas de goma, Chirucas, madreñas, unas sin pintar y otras de negro. De la viga principal, bajo el piso superior, colgaban las herramientas de labranza: azadas, gachapos, praderas, guadañas, martillos y yuncas de picar. En rincón, estaban las palas y las trencas. En los anaqueles de la estantería, detrás del mostrador, había diversas cajas de zapatillas “Wamba”, según talla; cajas con mantas, colchas, sábanas, toallas, pañuelos, lencerías, encajes, lanas, medias y calcetines. En otras cajas más pequeñas, etiquetadas con los mismos productos que contenían: botones, automáticos, cremalleras, lorzas y puntillas. Había además una larga lista de lo más surtido en productos de ferretería: puntas, herraduras, clavos de herrar las vacas de tiro, los caballos o los asnos; gomas y tazos herrados para las madreñas, tachuelas y medias lunas para el calzado.
Como ya dije, también disponían del material escolar que precisábamos para todo el curso: gomas, lápices, pizarras y pizarrines, libretas, plumas, plumieres, ferretes, tintas o papel secante además de Catones de lectura y alguna que otra “Enciclopedia Álvarez”.
Tanto Isabel como José y sus hijos Paco, Lelé y Sefu eran afables con los clientes, aunque fuesen también clientes de otros establecimientos. Por aquel tiempo recuerdo como poco otros tres establecimientos, pero en ninguno había la variedad de productos que en el Chispún. Fiaban las compras a la espera de que pasase la quincena, en que pagaba la leche Felipe Concha que recogía Lina Junco en el bajo de la casa; arriba su hermana Serafina Junco tenía también tienda de pan. 
Isabel Cabrera Mendoza, no apremiaba a nadie y anotaba en el cuaderno de los clientes todas las compras que pendiente. Previamente le decía mi madre o yo por encargo de ella:

- Ten la cuenta echada que mañana es San Cobro y te traigo las perras. 

- Sabes de sobra que no hay ninguna prisa; cuando se os arregle - solía decirnos.

- Gracias, Isabel, pero como dice el refrán, "el que pagó descansa... 
- Pero más descansó el que cobró", remataba ella.

Había un dicho muy popular en el pueblo para cuando alguien te pedía compartir una golosina o lo que fuese, si se trataba de quien por contra nunca compartía de lo suyo:
-¿Me das un poco?
- Pues, di "pende". 
- "Pende". 
-"En el Chispún se vende". Pero lo más común era compartir la media onza del "La Cibeles" y un trozo del chusco. Aunque niños, sabíamos distinguir quiénes lo pedían incluso con la mirada, por hambre o necesidad de los auténticos gorrones. 
Cubierta la deuda, a pesar de la demora, siempre añadía a la cesta algún producto como regalo. 
Al fondo de la tienda, estaba la cocina, donde Isabel atendía el pote para la familia y para los maderistas o peones de la cantera que acudían a comer al mediodía. En algunas ocasiones, sus hijos se encargaban de acercarles la comida hasta el mismo trabajo. El chigre corría a cargo de José y cuando servía los porrones o las medias de vino, tiraba de cuchillo para sacar una tira del bacalao salado que colgaba encima del mostrador, o si era un “Sansón” lo acompañaba de algunas galletas. Conocía de sobra, las apetencias de la clientela habitual por lo que servía las mesas sin que le hicieran el pedido; como mucho, "lo de siempre", José.
La bolera o los portales de la escuela eran para mí el paso obligado para ir al Chispún, así que escuchaba cantar la lección o las tablas con aquella monótona cantinela que me hacía anhelar el comienzo para mí de las clases.
Las voces del maestro y su vara restañando sobre el encerado pidiendo silencio, me despertaban del ensueño y continuaba mi camino hasta la tienda.
Del mismo año éramos trece niños y once niñas nacidas en Parres: José Manuel Fernández, marcharía a Sotrondio y Rosi Gutiérrez Martínez, de Corisco iría a la Pereda. Aún quedarían para Parres: María Mar Quintana Fernández del Picu la Concha, Mini Romano Sordo, del Cotaxu, Fernando Quintana Platas y Manuel Junco Arenas, de Sabugosa, Félix Penanes González, de Vallanu, José Sobrino Quintana, Pepín el del Jogu, Josefina Cabrera Fernández y Angelines Noriega Quintana, de D. Diego, Amalina Junco Romano, de Ribaz, Carmelina Sánchez Ríos, de la Concha, Juan Armando Alles Tamés, de La Casona, Marigén Alonso Gómez  y Sefu González Cabrera, de Brañes, Cheles Fernández Fernández y Francisco Tamés Fernández, de Pedrujerrín, Angelines Junco Cabrera, de Coxiguero, José Noriega Santoveña y Salvador Junco Sobrino, de Tamés y yo, de La Caleyona. Dos varones, fallecieron de niños: El hijo de Lili y Nel el de Melia Mendoza y Manuel Fernández de pequeñín, por lo que nunca supe su nombre; Juan Miguel Bilbao Penanes con él compartí barrio y juegos hasta los seis años, hijo de Mª Josefa y Miguel. 
Hubo quien achacó tanto nacimiento a la bendición de Pío XII, pero creo que es mejor achacarlo a la ley de conservación de la especie, después del descalabro que llevó el censo tras la guerra civil, la subsiguiente miseria, el exilio político y la emigración laboral.
La prueba de ello es que con la recuperación de la economía por la emigración y el auge de la construcción e industria se produjo una disminución considerable en las matrículas, hasta el punto de llegar a desaparecer muchas escuelas.
El caso es, que debida a tanta chiquillería, las aulas se veían desbordadas y faltas de espacio para que todos entrásemos a la vez. La solución fue, que para los nacidos con posterioridad al inicio de la clases de septiembre, como era mi caso, tuviésemos que esperar al curso siguiente para la matrícula. Así que yo, moría por estar en la escuela como otros de mi misma edad, pero nacidos con anterioridad al mes de inicio escolar.

Pero, ocurrió que, llegadas las vacaciones de ese mismo verano, regresó de Oviedo al pueblo para disfrutarlas, el que fue mi apreciado y bien recordado primer maestro, Manuel Alonso Gómez. Su madre era Vicentina Gómez Sobrino, la de Generosa y su padre, D. Manuel Alonso Crespo, estaba de maestro en San Roque, pero al que no soy a recordar. Vivían en la casa familiar de Brañes, frente al Chispún el matrimonio con sus hijos: Manolín, Chucho, Elenita, Chenti, Marigén y Mina. La casa quedó cerrada tras la emigración de la familia a Venezuela, en el año 1955. 


lunes, 4 de diciembre de 2023

169.-La coral asturiana

 


Tras la experiencia narrada en el anterior capítulo, la amistad que se generó en particular con el que ostentaba el segundo puesto fue en aumento. Prometí dedicarle esta entrada a él como principal protagonista y ahí va.


Se acercaba la fiesta principal en el pueblo de Tremp, el 15 de agosto, declarada como fiesta “de guardar” obligada para todos. En el calendario aún se la destaca en rojo, pero antes de proseguir con lo propuesto, me siento con la necesidad de aclarar este punto:

«En tales fiestas “nacionales”, a los campesinos que tenían que segar la hierba para dar de comer al ganado, no se les permitía trabajar con la misma libertad que al dueño de un restaurante, bar y similar que trajinaba en las terrazas y ocupando la mitad de las aceras junto al establecimiento. Lo veo normal, pues es un sector que tiene que aprovechar el tirón del verano, sea la fecha que sea. Es una cadena: los productos del campo llegaban al establecimiento a través del mercado de la plaza o servido en directo por los lecheros, pescadores o campesinos.

Pero en algunos casos extremos era el mismo cura quien lo hacía a pesar de que recibía del parroquiano su parte a través del sacristán que una vez al año pasaba por las casas con su medida para recoger diezmos y primicias para tal o cual santo; de las moliendas el molinero extraía una muestra del grano con la maquila para venderlo como harina a las tiendas y también una parte debía entregarla a la parroquia. Ya fuera algún otro chivato que ponía la denuncia en el cuartel, se presentaba la pareja sobre sus enormes caballos, fusil a la espalda en el sitio para imponer una multa de mayor valor que toda la leche que se podía ordeñar en una quincena. 

Me viene al recuerdo el apelativo que le dieron en un pueblo cercano al párroco: “rompesobeos”. 

Para los que no tuvisteis ocasión de conocerlo, el sobeo es una pieza de cuero colocada en el centro del yugo que unce las dos vacas que tiran de la pértiga del carro. 

Tampoco me imagino al cura, cuchillo en mano cortando tan gruesa pieza, por lo que me induce a darle al mote un sentido metafórico.  Vendría a querer decir algo así como entorpecer la faena, o también que alguien se prestase a ejecutarla. Este riesgo obligaba a la víspera doble ración o si no complementarla con heno.»

Mi amigo, solía entonar con su templada voz de bajo, piezas del cancionero asturiano, algunas de ellas en bable en las reuniones que montaba junto a su compañía y a ellas acudí por mi afición a la música con mi inseparable “Preciosa” armónica en el fondo de un bolsillo del pantalón de faena 

Nos comentó su idea que a todos nos pareció estupenda y comenzaron los ensayos. 

En un local de Tremp se representaban obras de teatro, proyecciones de cine, actuaciones musicales y, como viene al caso, también corales en esa autonomía.

Nos dijo que él mismo se encargaría de contactar con los organizadores del evento para ver si tenían un hueco para unos asturianos del campamento.

Tenía ya prevista una lista de canciones que arrancaba con un popurrí en un tono jocoso y hasta picaro que daba pie a otras tonadas. 

Un día antes de la actuación, nos dio la noticia. “Vamos a mostrar nuestra tierrina, así que nadie se nos venga abajo”. Todas las tardes tendremos que ensayar sin faltar.


El día de la actuación, ni qué decir tiene que quien más y quien menos temblábamos como las hojas de un abedul con el menor soplo de aire, por lo que también se le conoce como “temblón” o “tembladera”, en el proscenio mientras escuchábamos las corales catalanas y los efusivos aplausos del educado público.

“Y como cierre a esta actuación coral, tenemos el gusto de escuchar a un grupo de cadetes del campamento Martín Alonso en representación de Asturias”.

Se abrió el telón, se encendieron los focos del fondo del escenario que nos impedían ver a nadie y comenzamos con el popurrí que decía así como con picardía:

“El bonete del cura va por el río/ y el cura va diciendo… paxarines que venís cantando a la orilla de la fuente/ a coyer el trébole, el trébole, /la nueche de san Xuan

san Xuan y la Madalena fueron xuntos a melones/ y en medio del melonar/ san Xuan perdió los… Coxeime esi gatu pintu que vien per la …/ Carretera d’ Avilés, un carreteru cantaba/ al son de los esquilones que su pareja llevaba //”

Tras una lluvia de aplausos entonamos otras piezas del repertorio astur como:

“Fiesta en la aldea”, , “La fuente de la Xana”, “La mina y el mar” y de cierre como era de esperar, nuestro himno “Asturias, patria querida” que más de un espectador coreó.

Cuando se apagaron las luces que nos impedía ver al “respetable”, una señora mayor se nos acercó llorando:

– Mi abuelo paterno era de Gijón. Trabajó en la mina la ´Camocha´ y de niña se la escuchaba cantar a mi padre, por lo que la letra despertó en mí los lejanos años de mi infancia. Muchas gracias, asturianinos.

El director del grupo que se había bajado a darle un abrazo de parte de todos nosotros se subió de un salto al escenario y con un aire hierático nos dio la señal de cantar como teníamos previsto la canción de cierre: el “Asturias, patria querida”. Omito su letra, porque apuesto que no haya rincón en el mundo en el que no se conozca y sea entonada en las farándulas de fiestas, cuando los ánimos se suben. El cierre de cualquier orquesta en las verbenas del verano no debe intentarse sin tocarla y los que aún se tienen de pie la danzan con los brazos en alto y el grito del vocalista al que todos acompañan:

¡Puxa Asturias!

Asina mismo ocurrió en aquella hermosa tierra de Lleida, un quince de agosto del `72.

miércoles, 22 de noviembre de 2023

170.-- La Delegación de Educación

D. José García Caso, había estado de maestro en Parres con anterioridad a su último destino en la Escuela Graduada de Llanes. Mis padres solían charlar con él y con su esposa, Angelines Tamés, prima segunda de mi madre, por la parte porruana lleva del apellido Tamés de mi bisabuela Gloria Tamés Gutiérrez.

Fue a D. José a quien yo también acabé tomándole confianza y aprecio. Estuvo uno o varios cursos de maestro en el aula de Parres. Venía caminando junto con su hijo los tres largos kilómetros hasta Llanes. Su siguiente traslado sería a la Escuela Graduada.

Los temas a tratar con él versaban especialmente sobre los estudios de Magisterio y no faltaría más, sobre las Milicias universitarias que también él había hecho, con la diferencia de que entonces su graduación final había sido la de alférez.

Llegado el momento que se corresponde con lo aquí tratado, me confirmó lo que a mis oídos había llegado: “llevaban dos largos meses de iniciado en curso y aún no se habían cubierto tres plazas”.

No había olvidado las recomendación que me había dado un funcionario de la Delegación de Educación, sita entonces en la calle Río San Pedro y solía compartir mesa determinados días en la Pensión Pravia dependiendo de sus horarios de trabajo y de los míos en las aulas.

Aunque no pueda recordar su nombre, os aseguro que me dijo así, con su lenguaje habitual de persona acostumbrada a pasar a máquina los documentos oficiales que exigían un determinado y acostumbrado vocabulario:

– “Si ha menester, me tenéis los dos a vuestra disposición en la Secretaría, pues a partir de vuestra graduación, allí tenéis que acudir con harta frecuencia”.

Con estas palabras se dirigía tanto a mí como a Ramón Sobrino Martínez, el “Poícu” con quien fui compañero de Instituto y de otras dos pensiones previas a las de la P. Pravia. Sus padres, Luisín y Manuela, cuando se topaban con mis padres, hablaban de nosotros y se hicieron grandes amigos.

Ni corto ni perezoso, haciendo caso a lo aconsejado por D. José García Caso, me presenté en la Secretaría de la Delegación a pedirle ayuda.

Me aconsejó que esperase unos minutos para ser atendido por la Sra. Secretaria del Sr. Delegado.

Cuando se abrió la puerta, dijo mi nombre, pues había algunas personas más sentados en los banquillos.

Después de sacar del archivador una carpeta, me rogó que volviera a la sala, y que ella se ocuparía de llamarme en cuanto hablase del tema con el Delegado Provincial.

Pasada una media hora que se iba haciendo larga, estaba narrando de nuevo el argumento de mi visita:

Acabada la carrera de Magisterio como Profesor de E.G.B, obtuve el acceso libre sin oposición al cumplirse en mi expediente las dos normas convenidas en la última ley ministerial de Educación:

1ª .- No haber suspendido ninguna asignatura durante los tres cursos y 2ª.- Haber entrado en el cupo asignado, que para el presente se veía reducido a 75 plazas.

Le “rogué”, – esta palabra también era la oficialmente permitida en el lenguaje de las entrevistas con los superiores que así había aprendido en la clase de Prácticas del primer curso.

Escuchada mi argumentación, hizo una llamada telefónica que aún recuerdo:

– “De la lista de ocupación de vacantes en la Graduada de Llanes, sustituya una de estas plazas ya adjudicas, pero que están por cubrir, a nombre de...”.

Del otro extremo del cable telefónico pude escuchar una voz de mujer que argumentaba en contra de esa decisión.

– “Haga el favor o me veré obligado personalmente a hacerlo”, le escuché decir subiendo la voz con aire de enfado.

La Jefa del Personal educativo, era la Sra. María Antonia que tenía fama de dura y de conocer sin error por sus caras a los numerosos maestros interinos que a ella acudían, para gestionar sustituciones provisionales o plazas de las más remotas unitarias como las de Ibias, Taramundi, Bulnes o Sotres, algunas de las cuales, escuchado decir a compañeras, en invierno, bajaban a buscarlas a la carretera, con caballo para subirles el equipaje. Recordad el caso del “Marquesito” al que conocí cuando él hacía las prácticas en la Aneja y que narré en una de las entradas anteriores a ésta.

Los profesores que disponían de las plazas de Llanes habían cursado estudios de alguna de las ingenierías y a buen seguro que estaban disfrutando de mejor destino para sus carreras.

No recuerdo después del ministro de Educación Villar Palasí que había legislado el llamado “Plan del ´67”, el nombre del ministro que lo sucedió en el siguiente cambio ministerial, introdujo una reforma que afortunadamente no llegó a prosperar. Consistió en cambiar el nombre de profesores por otro más rimbombante, de “Ingeniero Técnico Pedagogo”. Por suerte no prosperó su reforma. Me viene a la memoria otro caso más reciente de ministro al que se le moteó como “Ministro del calendario”.

Sin dejar pasar más tiempo, me presenté en la escuela de Llanes a sus directores con el nombramiento ya firmado y autorizado antes por la presidenta del consejo escolar en el ayuntamiento.

Me destinaron a la única aula mixta al que asistía la hija de D. José, Angeles García Tamés y veintidós alumnos más. De todos ellos guardé gran recuerdo y recibí idéntica manifestación de su parte.

Hubiera deseado obtener una de las plazas con la especialidad de Matemáticas, Ciencias Naturales o Física, por ser la que había cursado en el Bachillerato, pero esas estaban ya asignadas y no me importó lo más mínimo.

También recuerdo el recibimiento de la directora:

“– Como eres interino, vas a ocupar la plaza mixta de tercero”.

“– Estupendo, – le contesté.

A otra de las plazas llegó Laureano Díaz Puente de mi promoción, creo recordar que natural de Arriondas, concejo de Parres.

Aquí aparco la tiza y las aulas para continuar con el tema de las Milicias en el que hay muchos recuerdos que se van esfumando con el paso del tiempo.



miércoles, 4 de octubre de 2023

83.- La barra del Muelle

Cuando hubimos acabado con el desescombro de aquella casa en la Calle San Agustín que había pertenecido como bien dije a los hermanos Robredo, oriundos de Soberrón, Froilán se aventuró a mandarnos embarrotar los techos del bajo con el fin de lucirlos con argamasa. Se había puesto de moda ocultar la madera natural, por muy noble que fuera ya en castaño como en roble de los viejos edificios para imitar en la restauración el acabado de los nuevos. Nadie sospechaba que pasada la moda, se volvería a restaurar el acabado primitivo, incluso resaltando la acción de las polillas con gubias en las maderas que no las tenían. Bien es cierto que aparecieron en el mercado productos nuevos que acaban con los intrusos y permitían mantener a la vista el trabajo de los carpinteros. Había caído en desuso la cal y el yeso, generalizándose para todo el uso del cemento gris mezclado con una arena de gran ligue de color ocre amarillento, que se servía desde su punto de extracción en la Arenera de Colombres. No obstante, también usábamos la arena sacada de las playas para hacer las aceras haciendo una mezcla medio seca con cemento que se humedecía por riego una vez nivelada en el suelo. En varias ocasiones estuvimos sacando arena en la desaparecida playa de "El Sablín" con el carro y la mula para parchear los numerosos desconchados que el temporal había dejado en la Barra del Espigón. Allí se pudo ver hasta varios años después cuando se la arregló con una capa de hormigón, las firmas que nosotros, noveles albañiles, habíamos impreso sobre la aún fresca capa de cemento y arena, mucho tiempo antes de que un artista dejase la suya en "Los cubos de la Memoria". Pues con el paso del tiempo, el sitio ganó en belleza y seguridad para los que quieren contemplar el paisaje marítimo, con la mar en calma, pues sigue siendo un punto peligroso si se encabrita y bajo todo aquel bloque de hormigón armado permanecen ocultas nuestras huellas y firmas fosilizadas.
De igual manera fueron borrados los fortines antiaéreos, vestigios de la última barbarie.
Aquel invierno se había levantado un fuerte temporal que en la costa dejó varadas montañas de ocle. Mi padre y yo fuimos en plena noche hasta La Talá con unas trencas y sendas palas de dientes con las que sacar de las cuevas del acantilado las algas. Apenas sí serían las cuatro de la madrugada y el estrellado manto del cielo y la luna crecida iluminaban el estrecho y peligroso sendero por el que debíamos bajar. A medida que nos acercábamos al pedrero, el ruido del mar y las sombras producidas por las nubes empeñadas en ocultar a ratos la luna me asustaban. Preferí subir las cargas soportando los gelatinosos rizos con aspecto de tentáculos pegados a mi cuello y brazos que permanecer por más tiempo allí bajo aquel bastión de bloques calcáreos sujetos por fuerzas impredecibles que nadie podía saber cuándo dejarían de actuar. Bajo las enormes rocas caídas del buzado techo se cobijaba una miriada de minúsculos y luminiscentes seres, cual diminutas estrellas que añadían al paisaje un toque de misterio. Quizás fuesen los efectos en mis ojos cansados por tratar de ver en las sombras de la noche. Con la retirada de las olas, tras el atronador ruido de cantos rodados sentía cerrarse las charnelas de los mejillones y los artejos de las pequeñas sapas que corrían a esconderse.
Cuando fue amaneciendo, en uno de los descansos que hicimos, me dediqué a contemplar aquel nicho de vida lleno de erizos, percebes, llámpares, bígaros, estrellas de mar y variedad de actinias que movían sus múltiples brazos sedosos al compás del agua que las lamía.
Era domingo. Mi amigo Fonsi y otros amigos suyos llegaron cuando nosotros nos marchábamos con la idea de sacarle unos duros al mar. Mi padre y yo seleccionábamos las algas y las adecuadas para la venta, las tendimos a que les diera el sol por el prado. Varios días después, cuando estuvieron secas, las llevé con el carro y el caballo hasta el almacén que había enfrente de la playa El Sablín, donde las recogía Antonio Maya Conde. Se pagaban a diez pesetas el kilogramo, si estaban bien escogidas.
De la barra del muelle, pasamos al otro lado, junto al viejo cuartel de la Guardia Civil. Era un local que había formado parte de la desaparecida empresa "SADI". Concretamente, esta vez nos tocó destruir los depósitos donde se fermentaba la leche con el cuajo para obtener la cuajada que acabaría siendo aquellos ricos quesos de bola, envueltos de parafina roja, especialidad traída de los Países Bajos por su dueño, conocido en Llanes, por el patronímico, Holandés.
Me viene al recuerdo alguna anécdota que no es muy prudente contar aquí, por el asco que sentimos todos los peones que intervenimos en la demolición de las paredillas de ladrillo machetón, de solidez y peso parecido al macizo, al que debió sustituir, pero ya con dos o tres agujeros, no lo sé exactamente. Precisamente en esos canalillos aún conservaban restos del suero fosilizado que al ser rotos a golpes de maza nos salpicábamos los unos a los otros y del olor que se desenterró allí nadie se libró de sentir las más compulsivas arcadas que para algunos se convirtieron en vómito.
Cuando no hubo más que hacer en aquellos garajes, por no mandarnos para casa, Froilán nos encargó partir para la cocina de leña, los restos de madera vieja que tenía en la plazoleta al lado de su almacén de materiales, donde guardaba la mula y el carro, en la calle El Llegar.
Aquella edificación dentro de las murallas de la Villa, que se pueden ver desde allí, guardaba en los arcos de puerta y ventanales los últimos vestigios de su antigua nobleza.
Hacia el año mil novecientos veintitantos, Francisco Saro había instalado en ella una desnatadora de leche surtida por los ganaderos de los pueblos y aldeas, con la ventaja de que, tras un tiempo de espera, volvían con el suero extraído que aprovechaban para la alimentación de sus cerdos de engorde.
Llegado el sábado, a la hora de cobrar como era habitual nos reuníamos todos los obreros en el bar de Pepe el de "Los Arcos", junto a la farmacia de Mariano Buj. Cuando fue mi turno de recoger el sobre con el dinero, Froilán me dijo que el lunes tendría que asistir  como peón nuevo albañil que tenía en plantilla, a Luis, mejor conocido por el apodo "El Madrileño". 
Con Luis recorrí nuevos tejados de los ya conocidos anteriormente con mi oficial y amigo Fernando Baranda y al poco tiempo marchamos los dos para La Carúa, propiedad de una prima carnal de mi padre, Consuelo González Romano, de Calvu, que había emigrado con su hijo Ramón Sánchez González a Suiza.
Luis trabajaba los fines de semana como acomodador en el "Cinemar", lo que en más de una ocasión me permitió bajar del "Gallinero" a las butacas de "Patio" desde donde parecía que uno se metía en la misma escena.
Y de la Carúa nos fuimos a reparar el tejado, los baños y la cocina del chalé que había en una finca al lado del Instituto, donde también yo tenía que ayudar a "Tanis", hojalatero y fontanero que trabajaba en un taller que tenía justo en la entrada desde el puente a la calle El Llegar, con la terraja y la sierra de cortar los tubos de zinc para el agua. 
En ese edificio vivió el secretario primero que tuvo el instituto, don Eduardo Peralta, profesor de latín. El primer director fue Bartolomé Taltavull. Ambos nombres figuran en los documentos que conservo del instituto. 
Había una curiosidad referida a este edificio. Lo atendía la dueña del chalet en el que yo había iniciado mi experiencia por las obras. Había mucha ignorancia alimentada por la mismas creencias religiosas de la época sobre apariciones y fantasmas y que se usaban también para meternos miedo a los pequeños para que nos portásemos bien: que si viene el coco como no seas bueno; lo mismo con el hombre del saco y el Sacahuntos, cuando no el mismo diablo bajo la imagen de santa Marina que hizo dar la vuelta al más valiente pastor que de noche osaba por allí pasar o la paloma que salía del cuerpo de alguna persona fallecida. 

Había muchos otros hábitos del mismo catálogo que los castigos morales y físicos usados en las escuelas y colegios. El objetivo era tener bajo el control a la población desde la más tierna infancia. 
El caso es que se llegó a hablar del fantasma del "ubre", que así le decíamos quienes ya habíamos escuchado en las clases de francés, en lugar del Louvre, por broma. Parece ser que alguien vestido de fantasma salía de noche del huerto con el objetivo de evitar la compra o demolición del edificio. El estallido de la especulación inmobiliaria se había producido en Llanes.